Katharine Kuh en Diario La Tercera

>> jueves, 23 de diciembre de 2010

Katharine Kuh,
la galerista que registró los secretos
de los artistas del siglo XX

Fundadora de la primera sala de arte moderno de Chicago, se codeó con célebres artistas.

Por: María Josefina Poblete

Era un hábito que incomodaba incluso a sus mejores amigos. En medio de una conversación, y aunque ésta fuera sobre su propio arte, Edward Hopper se sumía de pronto en un silencio inexplicable. Si bien nunca fue un hombre de muchas palabras, su mujer tampoco lo ayudaba. Cada vez que Hopper hacía un esfuerzo, su compañera lo interrumpía. El resultado: interlocutores frustrados y un célebre artista cada día más mudo.

"Los largos silencios de Hopper me sacaban de quicio", comenta la estadounidense Katharine Kuh (1904-1994) en Mi historia de amor con el arte moderno. Secretos de una vida entre artistas. Galerista, curadora y coleccionista, Kuh se codeó con lo mejor y lo peor del arte del siglo pasado.

La desesperación del arquitecto Mies Van der Rohe cada vez que debía fijar etiquetas explicativas a una obra o el miedo de Mark Rothko a ser olvidado, son algunos de los episodios que desfilan por las páginas de este volumen.

Conservadora del Instituto de Arte Moderno de Chicago, fundadora de la primera galería de arte moderno de dicha ciudad y crítica por 20 años del Saturday Art Review, Kuh esperó a que todos sus conocidos murieran para publicar sus memorias. El momento llegó cuando cumplió 87 años, pero la espera estaba justificada: "A los muertos se les debe solo la verdad", afirma en la introducción, citando a Voltaire.

La pobreza del modernismo

A mediados de los años 30, cuando comprar arte moderno era una desfachatez, Kuh inauguraba su galería con obras de artistas que luchaban por ser reconocidos: Archipenko, Klee, Weston, Albers y Miró lideran la lista. Más tarde, durante una exposición dedicada a este último, los detractores del modernismo romperían los escaparates de la galería, manifestando su desaprobación.

Kuh se relacionó con artistas consagrados y con otros que vivían casi en la indigencia. En medio de un temporal, vio a Edward Weston en sandalias y sin calcetines; en los tiempos más duros, encontró a Alexander Calder vendiendo su obra por menos de 40 dólares. Se encargó de conseguir modelos para un "delgado, tenso e inseguro" Ansel Adams y se enteró, con horror, de que Alfred Jensen no ofrecía agua a sus invitados. "Sólo tengo cubos para hielo, ningún vaso", se excusaba el artista.

Manías y paranoias

Un día antes de su exposición, se le informó a Fernand Léger que una de sus obras tenía un desperfecto. Según Kuh, el francés fue práctico: masticó un chicle, lo introdujo en la zona dañada y pintó luego encima.

Pasear con él por Broadway, cuenta, era similar a llevar a un niño a una feria. "Siempre escogía los objetos más chabacanos", afirma Khu. Entre sus tesoros más valiosos figuraban postales obscenas y corbatas pintadas a mano.

Como un hombre "frío, inaccesible e invariablemente educado" define luego a Marcel Duchamp. En una ocasión, le habría preguntado por qué dejó el arte. Quizás, le sugirió ella, se debía a que ya no podía competir más consigo mismo. El reaccionó con sorpresa y silencio. "Tal vez", respondió.

Por supuesto, la atracción por el sexo opuesto es un común denominador. Siempre con un puro en la boca, el último director de la Bauhaus alemana, Mies Van der Rohe, gozaba al verse rodeado de mujeres, a quienes seducía a pesar de su economía de lenguaje: "Mies era invariablemente un hombre cortés, a su manera monosilábica", relata la autora.

Pero es con Mark Rothko con quien Khu tuvo mayor relación. En una oportunidad, el pintor le habría confidenciado "su deseo de acabar con todo". Mientras figuras como Hopper y Van der Rohe no se interesaban por el público, Rothko vivía para complacerlo. La aparición de un nuevo pintor en el MoMA "era como que le clavaran una daga por la espalda", dice Kuh, testigo por años de su angustia. Empeñado en diferenciarse de su competencia, éste le comentó lo mucho que sufrían sus lienzos colgados junto a otros "corrientes". Al poco tiempo, concretó su suicidio.

Ante la ignorancia del público y de los especialistas -realidad que se prolongó prácticamente durante toda su trayectoria- Kuh confiesa que desarrolló "un complejo de mártir" del cual se arrepiente. Pero razones no le faltaban. Un día llegó a su galería una pareja a examinar una exposición de Klee. "¡Horrible!", exclamaban. Se trataba nada menos que de Thomas Mann, uno de sus escritores favoritos.

Fuente: La Tercera

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